EDILES POCO
IDÍLICOS
Esto que empieza como un cuento no
es tal, y si alguien así lo cree, pronto saldrá de dudas.
Había una vez un pueblito a orillas del mar, con una
grandiosa bahía protegida del mar abierto por unas islas próximas, que a modo
de parapeto mitigaban los temporales y borrascas que sin ellas hubieran asolado
a los habitantes del lugar. La
grandiosidad y belleza de la bahía atraía la atención nocturna de propios y
extraños que solían quedar prendados por las numerosas lucecitas que relucían a
lo largo de todo su perímetro. Por el día, a plena luz, aquella belleza
natural, grandiosa en su forma y extensión, perdía bastante al verse por una
parte, sus aguas repletas de desechos de todo tipo y por otra, su paseo a lo
largo de la ciudad sobre el rompeolas, convertido en todo menos en eso, en
paseo. El auténtico y hermoso paseo, que sí lo había, se hallaba a desmano de
los habitantes, que debían trasladarse hasta él en coche pues en el pueblo no
se había habilitado transporte público masivo alguno. Y junto a este, repito,
hermoso paseo, una playa que en su día también debió ser hermosa pero que dejó
de serlo al convertirse en un basurero más de la ciudad. Habían colocado unos
grandes carteles que prohibían no solo bañarse, sino también utilizar la playa,
pues la contaminación reinaba por doquier. Allí podías encontrar bien en tierra
firme o en el agua, plásticos de todo tipo, botellas, restos de aves marinas o
de alimentos, cartones, papeles, envoltorios y un largo etc. etc., tan largo
como la mismísima playa. O sea un
pueblito que había nacido de cara al mar, y en el que sus habitantes habían encontrado
día sí y otro también su alimento, ahora vivían de espaldas a él sin poder alimentarse de sus otroras riquezas,
tanto por la contaminación como por la depredación. En su día había sido considerado
como el puerto pesquero más importante de Sudamérica y quizá del mundo, con lo
que eso conllevaba, para más tarde perder
su liderazgo y pasar a ser uno más del montón. Su plaza central, situada a dos
escasas cuadras del rompeolas, a la que
llamaban Plaza de Armas, término algo belicoso a pesar del pacifismo de
sus lugareños, más bien podía haberse llamado Plaza del Pueblo, Plaza del Sol,
o incluso Plaza de la Anchoveta, dada la relación de todos esos términos con
sus habitantes. Esta hermosa plaza con fuente central, ajardinada y arbolada,
era utilizada por sus visitantes para reunirse y pasar la mañana charlando,
para por la tarde, a la caída del sol, ser el centro de reunión lúdica de
familias enteras que la aprovechaban para el juego de los pequeños. O sea, se
trataba de un tranquilo lugar donde mayores y pequeños pasaban sus ratos de
asueto. En la plaza se encontraban tres edificios singulares: el Consistorio de
la ciudad, la Iglesia, y flanqueando ambas, la Comisaría de Policía, sin
olvidar la numerosas farmacias allí presentes, a pesar de tratarse de una
población sana, joven, alegre y sin problemas. Más bien habría que achacar
aquella proliferación de boticas al innecesario auge experimentado por el
comercio farmacéutico. Haciendo una semblanza de los tres edificios señalados
cabría decir que la Iglesia constituía el centro religioso más importante del
pueblito. La Comisaría, cumplía perfectamente con su rol de autoridad en la
plaza, aunque los choros campaban a sus anchas en las calles aledañas y el
Consistorio, gran edificio con múltiples dependencias para albergar a sus
numerosos servidores, parecía, como veremos a continuación algo inconsistente.
Finalizando el mes de Noviembre de no recuerdo el
año, y según cuentan gentes del lugar, el afán de prepotencia, notoriedad, no saber
estar, ausencia de prudencia, y en fin, de mala educación, hizo su presencia en
un pleno edil en el que tanto algunas de ellas como de ellos perdieron las
formas de convivencia, organizando un tumulto multitudinario. En una de sus
sesiones según presentes, más o menos la cosa transcurrió así: “ Isabelita,
hija, no sabes ni freir un huevo, no haces nada de nada bien y no sé qué te
crees, cuando la realidad es que eres una perfecta inutil” A lo que la señalada,
bastante molesta le vino a decir en su contestación: “ Pues anda que tú,
Victorina, que te crees una cosa y no eres más que una “burdamaestra” de medio pelo, no haces sino criticarme
continuamente. Tú sí que eres una impresentable trotamundos”. Imaginen por un
momento queridos lectores el calibre de los “piropos” lanzados y como se
pudieron quedar el resto de ediles allí presentes. Sin duda alguna, atónitos.
El pleno edílico continuó pero, claro, la sangre había llegado al río, y ellos,
los varones no quisieron ser menos y quedarse atrás de las damas. La tradición
oral, pues en el acta de la sesión no consta nada de lo dicho en la sesión,
dice que tras una interpelación del edil Javierín a Victorina, intervino el
edil Julito, haciendo alusión a la doble moral de algunos. El edil Javierín que
se dió por aludido soltó muy excitado “que era un hombre separado, que no le
engaña a su esposa y no vivo con otra a espaldas de ella”. Continuó la sesión
pero con los ánimos cada vez más caldeados. Tratando de reconducir la sesión, la
burgomaestre Victorina les espetó: “Colegas,
pongámonos a la altura de lo que la gente espera de nosotros”. Pero que si
quieres arroz, Victorina , el fuego estaba encendido y aquello prometía
convertirse en un incendio y así ocurrió. No se sabe si fue el sentido atávico
de aquello de Plaza de Armas, lo que impelió a Javierín a retar belicosa y
públicamente a Julito, para verse fuera, en la Plaza, y resolver sin armas pero
como hombres, lo que no habían sabido resolver como personas civilizadas. O fue
el recuerdo de que no hacía mucho, habían habilitado un ring en la misma puerta
del Consistorio para unas demostraciones pugilísticas. Imaginen ustedes a uno
de los púgiles barbudo, barrigón y pasado de peso y el otro igual que el
anterior pero además con caracolillos plateados en sus cabellos. O sea, que
aquel enfrentamiento no prometía, por lo que con la colaboración del resto de
ediles se suspendió la bochornosa sesión.
De aquellos ediles tan poco idílicos, tras excusarse
públicamente, poco más se supo, pues fue tal el desafuero cometido que la
historia nunca dijo que fue de ellos. Unos dicen que tras disculparse se
regeneraron y otros que no, pero lo cierto es que no se sabe con exactitud lo
que pasó. Lo que sí se sabe es que aquel pueblito, con los años, volvió a tener
la bahía hermosa y atrayente que siempre había tenido y sus gentes a vivir de
cara a ella y a su pesca.
Moraleja: ”La vocación del político es hacer de cada
solución un problema (Voody Allen).
Así sea.EL VIGÍA.
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