Había una vez, en un hermoso
país bañado por un inmenso océano, una ciudad muy próxima para unos y muy
lejana para otros en la que las cosas no funcionaban nada bien. Lo de bien es
un decir pues la verdad es que sobra, ya que no funcionaba nada. Como habrán
adivinado estoy narrándoles un cuento.
Ocurría, que la justicia era
injusta; la seguridad insegura; los banqueros usureros; el gobernador no gobernaba; los regidores no
regían; los empleadores no empleaban; los trabajadores no trabajaban; los
estudiantes no estudiaban; los jóvenes eran viejos y los viejos parecían
jóvenes; los vendedores no vendían; en los comedores no se comía; lo barato,
caro y en fin, la pobreza, abundante. Los que sí hacían algo eran los
delincuentes que delinquían.
Los problemas eran tan
evidentes que incluso los veían los invidentes.
Ante tal situación, con el
objeto de revertirla, las principales autoridades numerosas por cierto,
decidieron reunirse para tratar entre todos, buscar alternativas para salir del
caos en el que se encontraban.
Tras muchas discusiones
acordaron hacerlo en el salón de actos del Concejo que era el lugar con las
instalaciones más adecuadas, por su amplitud, para acoger a tantas personas.
Una vez reunidos, cada uno de
ellos fue haciendo con la mejor intención sus aportaciones para solucionar
tantos problemas.
Así, uno propuso: “Las
fuerzas del orden deben actuar con más contundencia y no sólo con gases
lacrimógenos ”. Un segundo dijo:” Hay que aumentar a 14 horas la jornada
laboral”. Un tercero: “Los problema vienen del profesorado que trabajan poco y
cobran mucho”. Y otro: “Hay que refinanciar los créditos concedidos para que la
gente consuma más”. De esta manera fueron aportando cada uno sus opiniones
hasta que de pronto, dando un fuerte golpe sobre la mesa, se hizo el silencio
absoluto y, otro de los asistentes levantando la voz dijo: “¡Basta ya, hay que declarar
el estado de emergencia y que el ejército salga a la calle!”. La propuesta fue
recibida con muchos aplausos.
En estas estaban, cuando se
oyó un estruendo monumental, como una explosión. Se miraron unos a otros
asustados y no les dio tiempo a más pues la sala de juntas en la que se habían
reunido se inundó rápidamente por una
gran ola de agua salada. Era el temido Tsunami o Maremoto, tan anunciado en
días anteriores. Los barrió a todos. Precísamente a ellos, que habían sido los
únicos que debido a su ingente trabajo no habían podido practicar los
simulacros de supervivencia, como sí había hecho el resto de la población. Perecieron
todos los reunidos, lo más selecto de aquella sociedad.
El panorama era desolador,
toda la parte baja de la ciudad estaba inundada
por las embravecidas aguas. Tan grande fue el desastre que las fotos en color
que se hicieron salieron en blanco y negro.
Se habían salvado, a Dios
gracias, la mayoría de ciudadanos, aquellos que habían practicado los
simulacros previstos y que se amontonaban junto a una gran cruz que coronaba la
montaña a la que habían corrido despavoridos para refugiarse.
Como les cuento, única y
lamentablemente habían perecido aquellos que cumpliendo, como siempre, con su deber
fueron masacrados en sus puestos de mando.
Los ciudadanos los lloraron
largamente (algunas malas lenguas susurraban que lo hacían de alegría y
felicidad), en agradecimiento a su desprendimiento y laboriosidad.
Ahora, transcurrido no mucho
tiempo, las aguas han vuelto a su cauce y las cosas han cambiado como por arte de magia: el pescador
pesca, el pagador paga, el trabajador trabaja, el presidente preside, el
regidor rige, la justicia es justa, la seguridad es segura, en los comedores se
come, abunda la abundancia y así sucesivamente.
Siempre permanecerá en la
memoria de la población el heroísmo de aquellos próceres que se sacrificaron
por su ciudad en acto de servicio. Todavía no se les ha erigido un monumento
por su gesto, pero todo se andará pues la gente bien nacida no olvida con
facilidad.
Nadie sabe cómo ha sido, pero
la realidad es que en esa ciudad, ahora ejemplar, da gusto vivir pues ha
evolucionado mucho y es la antítesis de aquella en la que reinaba la desidia y
el abandono. Todos, absolutamente todos, desde los trabajadores que ya cobran,
pasando por los informadores que ahora informan, hasta los maestros a los que por fin se les ha subido el
sueldo y se les trata de usted, están felices y comen perdices.
Y colorín, colorado este
cuento se ha acabado.
Moraleja: Dime que Tsunami temes
y te diré quién eres.
Así sea.
EL VIGÍA.
p/d Cualquier parecido con la realidad será pura
coincidencia o casualidad.
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